Pocas personas saben realmente qué plantar para que crezca un olivo en casa, y el malentendido suele empezar por algo tan cotidiano como un hueso de aceituna, aunque eso sea un error de entrada.
Según La Vanguardia, al sembrarlo no obtenemos un olivo doméstico, sino un acebuche, la versión silvestre y primitiva que existía mucho antes de que el Mediterráneo se llenara de ramas plateadas, un ser prehistórico. Es un árbol duro, casi testarudo, pero muy alejado del que produce las aceitunas que imaginamos.
Rafael Fontán, estudioso del olivo y autor de 'La almazara de Catón', explica a este medio que "la semilla vuelve al origen". Plantar un hueso es un viaje de retorno al abuelo salvaje del olivo, no un atajo hacia un árbol productivo.
El origen, bajo tierra
El acebuche, de hoja más pequeña y fruto mínimo, es el recordatorio vegetal de que la naturaleza siempre conserva una llave hereditaria guardada bajo tierra. El olivo que conocemos, el de copa retorcida y aceituna generosa, no nace con esta técnica de plantar la semilla.
En realidad, el olivo que conocemos es el resultado de siglos de injertos, selección y trueques históricos que empezaron con fenicios y tartesios. Aquellos primeros plantones viajaban como mercancía valiosa, casi como un tesoro capaz de transformar un paisaje, una economía y hasta una dieta entera.
La tradición grecorromana afinó estas técnicas. Los textos recuperados por Fontán —de Teofrastro, Virgilio o Plinio el Viejo— ya señalaban que el olivo era pieza clave de la conocida tríada mediterránea.
Estas civilizaciones perfeccionaron la plantación y la extracción del aceite con una precisión que hoy todavía sorprende, como si el árbol hubiera sido siempre un asunto de Estado.
Lo que hay que tener en cuenta como jardinero aficionado es que para obtener un olivo real, el secreto está en la estaca, no en el hueso. Fontán lo resume con una claridad casi quirúrgica: hay que plantar varas de un ejemplar ya existente. Solo los esquejes de una variedad concreta garantizan que el nuevo árbol herede producción, sabor y resistencia.
Esquejes y nada más
Es un linaje vegetal que se pasa de rama en rama, como si cada árbol llevara un pedigrí antiguo en su savia. Los expertos internacionales coinciden. Los esquejes semileñosos y los injertos las técnicas más fiables para conservar las propiedades genéticas de un olivo.
En cambio, la semilla genera una planta imprevisible, algo así como tirarse a una piscina sin saber si hay agua, sombra o un arbusto esperando. Pero no solo: el terreno también decide mucho. Fontán señala que debe ser poroso y jamás arcilloso o encharcado, condiciones que el olivo detesta con el mismo fervor con el que ama el sol.
Además conviene plantar cada ejemplar a unos nueve metros y evitar las podas excesivas: los olivares antiguos crecían casi como bosques sombreados, con ese aire solemne de árbol que no tiene prisa.
El olivo sufre con temperaturas por debajo de -10 ºC, rinde mejos bajo los 300 metros de altitud y agradece vivir relativamente cerca del mar. No es capricho, sino evolución: millones de años esculpiendo una preferencia que hoy sigue marcando dónde prospera y dónde no.
Plantado bien, un olivo es más que un cultivo; es una apuesta a futuro. Fontán recuerda que quien lo planta quizá no vea todos sus frutos, pero alguien de su familia, sí. Según La Vanguardia, muchos ejemplares superan los 500 años y algunos, como los de Ulldecona, en Tarragona, pasan ampliamente de los dos mil, como si el árbol llevara un calendario propio que funciona a otra velocidad.
El acebuche y el olivo conviven en esa misma historia: uno salvaje, otro domesticado, ambos resistentes. Así, cada esqueje que prende es una forma de continuidad, un pequeño acto de paciencia que, tarde o temprano, acaba dejando sombra y aceitunas.
Fotos | Pexels
En Decoesfera | Lidl lanza el viernes la planta que es alternativa a la flor de Pascua: la princettia
En Decoesfera | Ni Flor de Pascua ni Cactus de Navidad: acaba de llegar a Aldi la planta de moda para decorar tu casa estas fiestas
Ver 0 comentarios