Hace un tiempo, paseando por el bosque como una Heidi cualquiera, llegué a un lugar donde habían estado talando árboles. Había troncos cortados esparcidos por el suelo y no pude evitar quedarme mirándolos. Mi acompañante se temía lo peor, conociendo mi acusado Síndrome de Diógenes y mi tendencia a aprovechar cualquier material para convertirlo en algo útil. Pero dimos media vuelta y continuamos con el paseo.
En mi cabeza ya bullían los distintos usos que le podría dar a uno de esos troncos, pero sobre todo veía esa mesita auxiliar que me vendría de perlas para sujetar el mando a distancia, un vaso o un libro junto a mi butaca preferida. Llevaba tiempo buscando una, pero no encontraba nada que me gustara.
De manera que a la vuelta, las sospechas de mi compañero se hicieron realidad. Escogimos el que tenía los cortes más rectos y nos lo llevamos a casa. Estaba realmente sucio, así que lo primero que hice fue limpiarlo con manguera y cepillo. Lo dejé secar al aire durante varias semanas para evitar pudriciones y cuando estuvo perfectamente seco desprendí la corteza.
Lo más trabajoso fue lijarlo para que presentara una superficie fina y suave, a la vez que eliminaba definitivamente algunos restos de corteza. Con una pequeña lijadora delta repasé una y otra vez la madera. Primero realicé un lijado basto, para rematarlo finalmente con un pulido muy fino.
De esta manera el tronco quedó muy suave al tacto. Durante el proceso de secado se abrió una grieta en la madera que le da un atractivo extra. Una vez pulido pensé en el acabado. En un principio pensé darle un acabado de barniz, pero más tarde preferí dejarla como está para acentuar su carácter natural. La madera pulida tiene un ligero brillo satinado que por si solo resulta muy decorativo.
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