Cuando la familia me planteó este año que ya era hora de montar el árbol de Navidad, estuve a punto de huir a Laos, pero en el último momento entré en razón y accedí a ello. Os preguntaréis el porqué de mi reticencia, y es que poner el árbol suponía un esfuerzo equiparable a una pequeña mudanza, pues lo compré en una época de mi vida en la que medía el espíritu navideño por centímetros, y esta criatura alcanzaba los 220 de alto. Del diámetro ni hablamos, podría haber reforestado Las Ventas.
Con estas dimensiones, tenía que mover muebles, correr la tele, encajar a los comensales entre la mesa y el árbol en las celebraciones, y sondarlos para que no fueran al baño en toda la cena. Así que ahora comprenderéis mi pavor prenavideño. Después de comer en casa de unos buenos amigos, que habían montado un sensato abeto de unas dimensiones mucho más equilibradas, volví a casa con la determinación de reducirlo o morir en el intento, y la verdad es que ha sido una operación muy sencilla y con un resultado muy satisfactorio.
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Cortando el tubo superior
Este árbol, como la mayoría de los que hay en el mercado, se compone de un pie, dos tubos desmontables en los que se insertan las ramas por niveles, y un remate superior ya formado. Tomé la medida del árbol e hice varias pruebas para determinar la altura que deseaba. En total me sobraban dos o tres niveles, así que procedí a cortar la barra con una sierra de hoja adecuada para metal. Así, del segundo tubo obtuve dos tramos de dos y tres niveles cada uno.
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El adaptador una vez extraido